Caravana
Santiago tuvo un sueño anoche. Hablaba con Isolda y le contaba asuntos casi hermosos. Se encontraron en el Espresso Bar porque la invitación era apetitosa, decía que se tomaran su café y biscotti y podrían hablar de cualquier cosa que les viniera a la mente. Así que ambos coincidieron por separado que aquel sería un lugar apropiado. Ella lo encontró entre la muchedumbre. En los apartados, él tuvo que responder a su idioma natal, casi por instinto. Como el aullido en las estepas es respondido por otro aullido. Como el niño que abre la boca ante la teta. En un minuto, él le dió vueltas a la manivela y abrió una ventana nueva para ella, para que le entrara el aire. Entonces, vino la fresca matinal del Pacífico y le salpicó la cara de leones marinos que aplaudían.
Era todavía temprano para los dos. Aunque la conversación subía y bajaba de nivel, cual ola; una risa, un parafraseo, una verdad a medias, una maravilla de palabrerio....se encontraron al final hablando de lo mismo, en el mismo idioma, hablaron del punto geográfico, ese lugar-hogar, el sitio donde respiras diario y comes y te bañas y te dejas de bañar y vuelves a bañarte, y te echas al río, y te haces de una figura propia y te la crees. Se hicieron señas acerca de ello. Se dibujaron en el mapa y se dieron cuenta de la lejanía de suelos. Se abría un mar de por medio, sólo un mar, en el borde dos océanos, y en medio, un archipiélago le dibujaba orejas a la cara de los dos, por un lado las mayores, por el otro, unas siete islas santas, en el Golfo de Morrosquillo, en el Caribe colombiano, una se apellidaba igual que Santiago porque alguna vez fue suya.
Y una cosquilla en la frente de la cara de él sobre el pasamontañas que le crispó los nervios a ella pensando que era uno de los que le han dado un mal uso a la prenda. Unos lentes, una nariz, una Juliana que es preciosa e inmóvil y posa. Montañas de azufre y el lugar donde se pierden 20. Eso le quitó momentáneamente la risa para darle hipo.
Cuando finalmente él estuvo a gusto, se supo a la izquierda, regido por otro huso horario, por otra realidad quizá más cruel que la de ella; aunque la de ella tenía otra cara, otra esfera; la de él era fuerte, fortísimo RA-TA-TAN de redoble de izquierda alzado en las montañas, con Ingrid perdida casi creida muerta. La de ella era la de un pueblo hambriento y maleducado. No criminal, pero sí pobrísimo pueblo con un niño pidiendo en cada esquina y los haitianos llegando por montones con su vudú, apilándose por doquier en la ciudad que apenas empieza a ser vertical.
Pero él pasaba por una calle de Cali, requeteatestada de bloques y bordeaba unos cadáveres hechos por paramilitares, ahí mismo, bocabajo. ¿Quiénes son esos cadáveres?, se preguntaba mientras pasaba por el lado, cabizbajo, como para que no le agarraran la mirada terrible de asco y rabia, de humanidad, de impotencia, de ganas de que don Alfonso tuviera unas armas y otro par de cojones y le sacudiera el polvo al vecino guerrillero y drogadicto, mientras él sudaba la fiebre.
Es que ella era fresa. Tan fresa y estúpida, que se creía que eso sólo pasaba en las noticias. Entonces, por enésima vez, la realidad le explotó en la cara y se la dejó negra, con los ojos afuera para que pudiera verlo todo sin hablar, igualmente vestida con su pasamontañas, para no delatarse. Y mientras él se era triste, creyendo que no podría lograr cambiarse la cara, ella creía que podría seguir riendo mientras le explicaba la risa. El click de la risa. El principio de la carcajada.
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