Carmiña
La muchacha que todavía viste de faldas, amanece cada 16 de julio con tanto júbilo interior como si fuera su cumpleaños, toma con sus manos un pedazo de la Virgen para moverse en procesión hasta la iglesia, subiendo la colina, elevando su espíritu al sonido de las gaitas, bordeando los praus que ya fueron empacados en balagares, mirando un montón de verde por golpe de tambor; sinceramente piensa que Arboleya debe ser el Jardín del Edén.
Tranquila, escucha la misa cantada, toma la hostia, participa de la subasta de panes, se devuelve a casa ungida y feliz, como si el tocado blanco del traje fuera ahora refulgente.
Brinda arroz con leche estampando caramelo para irse a sentar en la cocina en pleno verano. Cuando un ñeño se acerca, se da cuenta que ningún tiempo ha pasado, que éstos, los nietos, son lo mismo que los hijos y recuerda el momento en que cada uno de sus cinco dejara los juguetes que les hizo Maximino apenas unas navidades atrás. Qué extraño es pensar en los que están en Santo Domingo, si nunca se han ido. Qué extraño el tiempo si hace poco conoció a Maximino, que le ayudó a tallar esta vida juntos en la casa paterna, cada mañana a su lado en la huerta, unas veces recogiendo manzanas para la sidra, otras ordeñando vaques, algunas veces sembrando patatas y fabes, a cada minuto tratando de que no fume y que deje la sal, dejándolo quedarse por horas afilando gubias y formones…y durante este gran viaje, Carmina felizmente canta, se da cuenta que no estuvo errada: “la vida se hace haciendo”. Y se despide mirando toda la descendencia que queda en Arboleya, Nava, Gijón, Oviedo, Madrid, Barcelona, Dominicana; pareciera que la geografía los dispersa pero juntos la bendicen por siempre. ¡Salud, abuelita, madre, esposa! Qué pacífica alegría saber en dónde te hallas.
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