Testamento
Me gustaría tomar todo lo que pienso y escribirlo en un papel, para que mis hijos no se piensen que no fuí humana. Aún así, temo lo peor. Temo que, al leerme, denigren mi vida y juzguen mis sentimientos carnales e insulsos con la misma rigidez con que lo he hecho primero, o me desechen por una excesiva preocupación por lo divino. Temo también haber puesto mis dogmas de fé en algo intangible y demasiado perfecto como para que exista y que, al cruzar el umbral blanco, termine encontrándome con nada y todavía pase más tiempo en un limbo. Temo que me crean incoherente con la misma clase de incoherencia que se manifiesta cuando le escribo airada a mi amigo, fulano, porque cuando leo algunas cosas que manda, voy escuchando cada palabra con su mismo registro y modulación de voz y termina por darme una rabia rojísima el contraste de la provocación escrita con tanta educación, y fulano, tan diplomático, se hace como que comprende, aunque la realidad es que me quiera mandar una pastillita cóctel de Seroquel, Lamictal, Abilify, Zyprexa, Risperdal, Geodon y Trileptal.
De esta manera, tengo miedo de que mis hijos me conozcan y sepan que he perdido el tiempo, que soy esta incoherencia, estos retazos, que dejé de lado mi esencia para ser lo que otros querían fuera a pesar de que procuro que ellos sean auténticos. Cuando se dén cuenta, me perderán todo el respeto y con ello, el amor, y me arrojarán de una vez por todas de su apellido y no querrán estar cerca de la clase de humanidad a la que pertenezco. Y me tendré sola.
Máximo José, de camino a la clínica a donde iríamos a operarlo, me dijo que él lo disfrutaba todo, disfrutaba la gran aventura de ir a la clínica, que iba a llorar poco y que se iba a acordar de que mi gran deseo era que nada le doliera para que todos nos sintiéramos felices. Me dijo -Oh, sí, voy a ir muy valiente como Buzz Lightyear, volando y disparando mi láser-. La hermosa filosofía del juguete que se ha aprendido sus funciones hasta creérselas, ¡tan capaz de volar! Salió de la clínica, cinco horas más tarde, trotando con Buzz Lightyear en la mano, presionando el botón rojo y simulando que tenía el suyo en el hombro, disparando rayos láser por doquier. Nadie podía creer que este niño tenía cuatro años, ni que estaba recién operado como yo no me creo que haya nacido de mí semejante ser humano.
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