7 karats
En la frente. Ella lo llevaba en la frente.
El fue cortés, pero sin ser personal. No quería nada en su frente.
Ella descansaba los ojos y sabía que uno no juega con él. Jamás se juega con él. El no es para jugar. El es un Swarovski de cisne puesto sobre la mesita de centro de la sala. -"Eso no se toca", dijo mamá.
Pero ella tenía clavados en su mente cada corte del cristal, no por obligación, aunque no recordarlo era imposible, impensable; sinó por la pasión y la limpieza de corte. Exactos. Cada corte exacto, al milímetro, a la décima de milímetro, y los podría repetir una y otra vez en cualquier escala. Cada arista, cada arista, cada arista ¿Cómo coño se pueden recordar tantas dimensiones y grados de ángulos?
Ella se lo arrebató. El le dijo "No lo hagas, dámelo". Pero ella lo arrebató a pesar de él. El loto florecido ya no tuvo lugar sinó en todo el espectro de ella, en todo el espectro de él. Se sentaron a verlo: inmóvil, sin tallo. Hubo que acostumbrarse a las rocas, al cambio de agua por lluvia, si es que alguna vez habría, a la superstición de creer que seguiría. Y le vieron todo, cada parte florecida y cada parte sin florecer, pero en sueños compartidos, quién sabe si juntos, porque nunca, nunca pudo ser.
Así que allí, libre de la peligrosidad del tacto, ella jugaba, pero no por malicia ni por verlo roto, sinó porque ese cisne era ella en él, era el él de ella, era el todo.
Que si una vez trasladaba las aguas, que eran lo más genuino e imperdible y que eran grandes lagunas rasgadas de erosión. Las llevaba enteras debajo de sus cejas, las revolvía un poco, chapoteando con los pies y de vuelta a la magia de que eran ajenas, las dejaba intactas y en su lugar otra vez. Que si ahora los labios, largos y finos pero también carnosos, pero también vivos, agitados, crispados, extendidos...caben esos dos en esa descripción alrededor del mismo puñado de grandísimos montículos blancos, con leves levantamientos a los lados, para hacerlo más sincero a él. Rastrillando veces en que hubo besos y caricias locas, y que hubo roces y miradas quietas, algunos "no" inmensos y también algunos después. Después siempre llegó entonces, salvo por el último, que se volvió un "no".
¡Y la altura! ¡Hermoso rascacielos rozando el espacio que ya no es de nadie! Espumante corona que se deshace en las copas de los árboles, al mejor estilo Moët et Chandon, con una blancura que desborda al gigante en la cara de niño y le da ese aspecto bien lindo, casi, casi como un ángel. Suben y bajan liliputenses por doquier todos con el propósito de maniatarlo. El se levanta, rompe amarras sin dificultad. El es fuerte y te voltea con un giro de muñeca y te agarra en un abrazo casi imperial.
Los otros ángulos retocando el descanso, hundido el mentón en un puntito cerrado, pequeñísima alhaja donde cabe la punta de su lengua en fosa de miel. Que si bajaba todo el cuello hasta el pecho erguido, ancho, fuerte, limpio, sin una sola interrupción. Con los latidos, siempre tan altos, aquel bullicio que anuncia "Aquí estoy, hecho de fuego, callos, alas y piel".
Luego de la carretera llana, vienen los cuadros. Nadie sabe si fue obra de extraños, como los círculos de las cosechas. Asfaltados con surcos profundos a los lados, delimitado cada espacio a una figura geométrica, para luego enseñarte el panorama completo que va sembrado de parcelas por doquier.
Y él tira del hilo, sin desenvolverlo todo. El no se puede dar esos lujos a estas alturas, después de que quedara sin nada, aquella vez. Estuvo emocionado, eso hay que decirlo. Pero su conmoción era mustia, como de herida vieja, como de ahora qué me importa. El no podía creérselo, ¿qué esa era ella? ¿qué decía qué? ¿sería que ella estaba cuerda? No, ella tiene que estar errada, por la sanidad, por el bien. Pero ha fallado en el tiempo y ya no es hora.
Ella quería otra cosa, una respuesta inmediata, como un estornudo, un arrebato, una cosa que la levantara y zumbara por los aires y la lanzara lejos, lejos, donde no hay construcciones, ni compromisos, ni relatos. Solos en el desierto, solos ellos tres.
Ella quería que él llegara, cambiara todo, se sentara a la izquierda pero durmiera a la derecha, como debe ser. Como debió ser. Como es ahora y siempre ha sido y en última instancia, llegada la muerte, la burlará y será. Pero fué suficiente. El cerró los ojos y viendo la nada, se marchó a dormir y acordaron jamás otros después.
El sigue durmiendo esta noche. Con sus sueños y burbujas y con su paga. Qué dicha es cobrar, aunque sea atrasado...millones y millones y cuatrillones de amor escondido. Qué rico el que, sin comprometer amor, es amado.
Ella se queda y avanzan las horas y los minutos también, y a cada segundo, una nueva deuda escribe estas líneas. Y un diamante irremediable en su frente occisa...y el mismo diamante, renaciendo en la de él.
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