Santiago
Los leones marinos nadaban en su estanque de agua verde que te quiero verde. Yo, en la embajada, era una sombra en V mirando hacia los pies y de paso los besé, porque sus pies eran alados, como los de Prometeo, y me trajeron el fuego.
Caminé por el caminito achatado que llevaba a la Facultad de Letras y me senté en medio para que el tropel de césped alrededor me abrazara en verde. Cerré los ojos y miré encima de mi cabeza, en el ángulo exacto en que mis ojos se alinean con el sol del mediodía y éste lo hace con mi médula espinal, un viejo truco de Kéops. Ahí estaba. Un Santiago perfecto acompañado de una Pascua perfecta, con sus filas infinitas de tótems. Una ciudad perfecta que entiende la metodología de mi pensamiento y lee los libros que leo sin instigación de mi parte. Nunca nos los comentamos (los libros) porque nos dedicamos a la adoración mutua que tiene leguas y leguas de distancia acortada únicamente por la proximidad del alma y de la tecnología hasta parecer que nunca hemos estado sin el otro.
Bajó hasta la Patagonia y resbaló por la línea imaginaria que sostiene el mundo y que sobresale por los Polos. Allí, acompañado de sus leones, se colgó la esfera mundana a la espalda y desde entonces me lleva por ahí. Porque la única persona a la que lleva, en todo el planeta, es a mí. A los demás sólo les dá un aventón.
Nota: Relato de un sueño con la ciudad de Chile. Imagino que sólo yo entenderé esta publicación.
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